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Por qué me cuesta tanto el marketing

Por qué me cuesta tanto el marketing

Por qué me cuesta tanto el marketing 1440 999 Alan Cyment

Tal vez estoy poniendo excusas. Tal vez sea mera incapacidad y ya. Pero quiero creer, intuyo, sospecho que hay algo más. Creo que leo lo que leo un poco para entender y otro poco para expíar. Hace algunos años me encontré con “La sociedad opulenta”, de John Kenneth Galbraith. De todos los conceptos que Galbraith moldea con su prosa delicada y profunda hubo uno que me sobrevuela casi a diario desde que nos encontramos. Voy a parafrasear, un poco por placer y otro poco por necesidad.

La sociedad contemporánea, esa que floreció a mediados del siglo pasado, ya es capaz de producir todo lo necesario para que sus ciudadanos vivan una vida decente. Sin embargo la lógica imperante, el sistema que supimos construir, requiere de un aumento permanente, casi cancerígeno, del consumo. El resultado de esta paradoja fue el nacimiento de una nueva industria. Galbraith la describe, siempre como al pasar, como una manufactura de necesidades. Cientos de miles, tal vez millones de personas se desloman semana a semana para producir, fabricar, sintetizar necesidades. Esa producción es la que termina empujando, dando impulso al resto del sistema, que produce cada vez más y más de todo lo otro. Dado que la principal medida de éxito de una economía, aunque más no sea en el sentido común imperante, es el aumento de la producción, el modelo cierra. Aunque las consecuencias sean espeluznantes.

No es casual que la palabra marketing haga su aparición en el lenguaje a finales del siglo XIX y explote a mediados del XX. Necesitábamos una palabra, no para describir el funcionamiento de un mercado (ya existían hace milenios), sino para inventarlo. En su monumental “En deuda”, mi ídolo David Graeber presenta un modelo básico de tres principios morales sobre los que se basan las relaciones económicas en cualquier sociedad. Estos tres principios suelen convivir en simultáneo, en distinta proporción, en toda sociedad en toda época.

El primero es el comunismo, que Graeber define como cualquier relación social en la que rija el principio “de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según su necesidad”. Un equipo de trabajo que funciona bien suele operar, por citar un ejemplo, mayormente bajo la lógica comunista. El comunismo, nos dice Graeber, es el principio bajo el cual funciona toda sociabilidad humana.

Un segundo principio es el de intercambio, en el cual la lógica imperante es la de la equivalencia. El sustento moral en este caso radica en lo justo del intercambio y da lugar a una tensión inevitable, dado lo incomparable de casi cualquier objeto o acción. El intercambio es en esencia impersonal, dado que lo que comparamos, en teoría, son meros objetos. Una vez concretado el intercambio, ya nada ata a las partes, que perfectamente podrían no volver a verse jamás.

El último principio es el de jerarquía. A diferencia de los otros dos principios, aquí partimos de una relación en esencia desigual. Las dos personas que participan de esta transacción pertenecen a tipos o clases distintas de personas. La nobleza en todas sus variantes suele configurar una relación de esta especie con el resto de la sociedad.
Si marketing denota el acto de “crear mercado donde no lo había”, una consecuencia esperable será la conversión de una relación comunista o jerárquica en una de intercambio. En ambos casos, pero sobre todo en el primero, procedemos a despersonalizar, pretendemos objetividad y acotamos la evaluación de la transacción a la equivalencia de valores. Y es así, al menos en parte, como marchamos de manera inercial, casi como zombies apurados, hacia la autoflagelación como especie.

Apocalipsis ecológico, desigualdad creciente y una población exhausta que trabaja más horas que en cualquier otra época de la historia. Sí, somos un poco estúpidos. Y me duele, aunque en el fondo sea inevitable, sentir que aporto mi granito de arena a hacer de esta estupidez colectiva una realidad.

Nota de color: Es tal la centralidad de la industria de las necesidades que dos de las cinco compañías más valiosas del mundo, Google y Facebook, son básicamente productores de necesidades. Ambas viven en esencia de la venta de publicidad y de datos sobre sus usuarios. Su valor es, en resumen, la ingente masa de usuarios que trabaja para ellos de forma gratuita generando contenido. En una simplificación muy burda podríamos pensar que cada vez que subo una foto a Instagram la acción de Facebook sube un poco, porque ahora son capaces de implantarme una necesidad de forma más eficiente que antes.

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